La crisis de la actual fase del capitalismo mundial tiene a Estados Unidos como potencia hegemónica. En el libro de Rapoport y Brenta se plantea el interrogante de si la debacle financiera provocará su decadencia o el poder mundial se reordenará en un juego más abierto con la Unión Europea y los gigantes asiáticos
Tanto la presente crisis como las dos grandes crisis anteriores del siglo XX –la de los años ’30 y la de los ’70– tienen un denominador común. Se trata de episodios que abarcan la fase del capitalismo caracterizada por la hegemonía de Estados Unidos y que se desencadenaron en ese mismo país. Las tres crisis analizadas en este libro se iniciaron allí, expresando desequilibrios fundamentales en la economía del país del Norte que, por diferentes mecanismos, se transmitieron al resto del mundo.
La primera de ellas, la crisis que estalló en 1929 y continuó con la Depresión de los años ’30, se produjo cuando Estados Unidos comenzaba a consolidarse como la potencia más importante del mundo capitalista, y fue la resultante de la acumulación extrema de riqueza y pobreza, la celebración frenética del fin de la hoguera bélica, el desarrollo de una sociedad de consumo para unos y de ideas revolucionarias para otros, y la búsqueda de la ganancia fácil a través de la especulación financiera o del crimen organizado. El actual descalabro, que guarda en lo económico importantes similitudes con aquél, constituyó la culminación de un largo período de deterioro en la distribución de los ingresos, de drásticas políticas de desregulación de los mercados, de predominio de la esfera financiera sobre la productiva y de un excesivo endeudamiento público y privado; procesos que surgieron o se extendieron bajo la forma de una aparente resolución de la crisis que se produjo, en distintas instancias, en la década de 1970.
Los fundamentos de la organización de la economía y de la sociedad de los últimos cuarenta años parecen ahora ponerse en jaque con los presentes acontecimientos, e incluso hay quienes hablan ya de una crisis más profunda aún: una crisis de civilización. Sin embargo, con el fin de los paradigmas keynesianos y el auge ideológico del neoliberalismo, el estudio de las crisis del capitalismo se había dejado de lado. En especial, la caída del Muro de Berlín y del “socialismo real” hicieron surgir tesis como la del “fin de la historia”, en donde se daba por enterrada definitivamente cualquier crisis sistémica. El economista francés Robert Boyer plantea la cuestión de una manera sugestiva: “Vivimos –dice– un período paradójico. El capitalismo triunfa, pero en una de sus formas menos prometedoras: financiera y excluyente. Esta [última] tiende a prevalecer sobre las otras ante la ausencia de un sistema internacional que permita la complementariedad de los procesos de crecimiento nacionales. La ley de Gresham, que dice que la ‘mala moneda desplaza a la buena’, se aplica globalmente: a largo plazo, los malos capitalismos, que acentúan la desigualdad de los ingresos y de las riquezas, poco eficaces pero flexibles, desplazan a los buenos, más igualitarios, más eficaces, pero demasiado lentos frente a la coyuntura”. Boyer apunta así a los procesos de valorización financiera y desregulación de los mercados que reemplazaron a la acumulación productiva y a las políticas del estado de bienestar.
Haciendo eje en la inestabilidad del capitalismo financiero moderno, Hyman Minsky aporta a su vez la idea de que no todos los capitalismos que han existido fueron igualmente inestables y “nuestra imaginación puede construir un infinito número de posibles economías capitalistas”, pero dotadas de una mayor regulación financiera y participación del Estado.
Esta última crisis no pone en discusión –por ahora– la cuestión del fin del capitalismo, aunque muestra el fracaso de las ideas neoliberales que representaron un muro invisible pero eficaz para separar a aquellos que tienen la llave de la casa del mundo de los que la miran desde afuera (la inmensa mayoría de la población del globo). Como señala Stiglitz: “El consenso de Washington y la ideología fundamentalista del mercado que lo sustentaba han muerto”. De todos modos, pese a que la sobrevida misma del sistema no está todavía en juego (si bien se ha derrumbado una de sus formas más perversas), se reaniman viejos debates sobre sus principales protagonistas y, en particular, sobre el presunto eclipse de la hegemonía estadounidense en el orden mundial.
En este sentido, la historia indica que los imperios no duran para siempre, y que en el largo plazo tienen un ciclo casi inexorable que marca etapas de auge y caída: desde los antiguos de Grecia y Roma hasta aquellos que en épocas más recientes lograron imponer por más de un siglo la Pax Britannica. ¿Estaremos asistiendo a otro tipo de ciclos, que comprenden también las civilizaciones? La griega, la romana, las orientales, surgieron en forma fulgurante y también se apagaron, como los soles viejos, en el silencio respetuoso de museos y bibliotecas.
¿Le tocará ahora a EE.UU. vivir una lenta decadencia como la que tuvo Gran Bretaña desde finales del siglo XIX hasta la segunda posguerra? ¿Podrá recuperarse como en el pasado gracias, en buena medida, a circunstancias excepcionales, como las guerras; o a la posibilidad de descargar sus crisis sobre otros países; o al repentino derrumbe de sus rivales, como pasó con la ex URSS; o debido a un salto tecnológico basado en innovaciones que aún no se vislumbran?
Hace varios años que se viene discutiendo a este respecto en torno de dos cuestiones: la menor competitividad de la economía estadounidense (debido a los déficit gemelos y el creciente endeudamiento), y la probable disminución del poder estratégico y militar de Washington, como consecuencia de las dificultades experimentadas por las políticas intervencionistas en Irak y Afganistán. El estallido de la crisis puso estos debates en primer plano y recrudeció la polémica.
Si bien la crítica situación económica de la potencia del Norte es ahora visible para todos, hay un interrogante principal: ¿puede Estados Unidos lograr transferir una vez más su crisis al resto del globo gracias a su supremacía militar y geopolítica –que se expresa también en su disposición del dólar como moneda hegemónica–, o esta vez la salida será una pérdida de posiciones? El principal argumento que esgrimen quienes sostienen que seguirá siendo la primera potencia, es que ninguno de los otros países (o regiones) que podrían rivalizar con él –la Unión Europea, Japón, China o Rusia– está en condiciones políticas, militares y/o económicas de reemplazar en el corto plazo su dominio.
La segunda opción, la de la declinación de Estados Unidos, tiene también sus partidos, sobre todo después de los atentados del 11 de septiembre y de la invasión a Irak, donde los límites del poder militar estadounidense se hicieron más transparentes. Si a esto le agregamos la crisis financiera, la idea de un “siglo XXI norteamericano global”, que estaba detrás del Consenso de Washington y de la caída del Muro de Berlín, parece ya desvanecerse. Comenzaron a advertirse más claramente los desajustes de la economía norteamericana, que incluyen la caída del mismo dólar, y también el fracaso del intervencionismo militar de carácter presuntamente “preventivo”.
La declinación se avizora, de todas formas, en el largo plazo, y lo más probable es que se produzca un nuevo “reparto” imperial, cuyo comienzo puede ya observarse desde la llegada de Barack Obama al gobierno –más débil en sus inicios que su predecesor cuando fue elegido–, y en el cual Washington sigue siendo protagonista, pero dejando el juego más abierto a otros actores como la Unión Europea y los gigantes asiáticos. Quienes analizan el alto grado de vinculación a nivel de las empresas transnacionales y de los gobiernos de los países desarrollados en un sistema mundializado son proclives a prever una salida “consensuada” de la crisis con predominio de Estados Unidos, pero también con una mayor participación de otras potencias. Otros anticipan una cruda competencia por los espacios de poder económico y político, y recuerdan que la crisis de 1930 se saldó con una guerra mundial.
La conclusión principal que surge de ese panorama geopolítico y económico no pareciera ser, sin embargo, la definitiva decadencia del gigante americano, aunque empiece a revelar inquietantes debilidades, sino una ampliación del margen de maniobra y libertad de iniciativa de las otras potencias o bloques de poder en un mundo más multipolar, aunque lleno de incertidumbres. Las crisis del capitalismo siempre han significado cambios económicos y políticos traumáticos. Sin duda, ya nada será igual que antes. Pero es necesario aprender de lo ocurrido. Y, sobre todo, procurar que la explotación inadecuada o excesiva de las enormes riquezas del planeta no ponga en peligro su futuro, y que los ingresos disponibles puedan distribuirse de una manera más equitativa entre todos sus habitantes
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/cash/17-4675-2010-10-10.html
Tanto la presente crisis como las dos grandes crisis anteriores del siglo XX –la de los años ’30 y la de los ’70– tienen un denominador común. Se trata de episodios que abarcan la fase del capitalismo caracterizada por la hegemonía de Estados Unidos y que se desencadenaron en ese mismo país. Las tres crisis analizadas en este libro se iniciaron allí, expresando desequilibrios fundamentales en la economía del país del Norte que, por diferentes mecanismos, se transmitieron al resto del mundo.
La primera de ellas, la crisis que estalló en 1929 y continuó con la Depresión de los años ’30, se produjo cuando Estados Unidos comenzaba a consolidarse como la potencia más importante del mundo capitalista, y fue la resultante de la acumulación extrema de riqueza y pobreza, la celebración frenética del fin de la hoguera bélica, el desarrollo de una sociedad de consumo para unos y de ideas revolucionarias para otros, y la búsqueda de la ganancia fácil a través de la especulación financiera o del crimen organizado. El actual descalabro, que guarda en lo económico importantes similitudes con aquél, constituyó la culminación de un largo período de deterioro en la distribución de los ingresos, de drásticas políticas de desregulación de los mercados, de predominio de la esfera financiera sobre la productiva y de un excesivo endeudamiento público y privado; procesos que surgieron o se extendieron bajo la forma de una aparente resolución de la crisis que se produjo, en distintas instancias, en la década de 1970.
Los fundamentos de la organización de la economía y de la sociedad de los últimos cuarenta años parecen ahora ponerse en jaque con los presentes acontecimientos, e incluso hay quienes hablan ya de una crisis más profunda aún: una crisis de civilización. Sin embargo, con el fin de los paradigmas keynesianos y el auge ideológico del neoliberalismo, el estudio de las crisis del capitalismo se había dejado de lado. En especial, la caída del Muro de Berlín y del “socialismo real” hicieron surgir tesis como la del “fin de la historia”, en donde se daba por enterrada definitivamente cualquier crisis sistémica. El economista francés Robert Boyer plantea la cuestión de una manera sugestiva: “Vivimos –dice– un período paradójico. El capitalismo triunfa, pero en una de sus formas menos prometedoras: financiera y excluyente. Esta [última] tiende a prevalecer sobre las otras ante la ausencia de un sistema internacional que permita la complementariedad de los procesos de crecimiento nacionales. La ley de Gresham, que dice que la ‘mala moneda desplaza a la buena’, se aplica globalmente: a largo plazo, los malos capitalismos, que acentúan la desigualdad de los ingresos y de las riquezas, poco eficaces pero flexibles, desplazan a los buenos, más igualitarios, más eficaces, pero demasiado lentos frente a la coyuntura”. Boyer apunta así a los procesos de valorización financiera y desregulación de los mercados que reemplazaron a la acumulación productiva y a las políticas del estado de bienestar.
Haciendo eje en la inestabilidad del capitalismo financiero moderno, Hyman Minsky aporta a su vez la idea de que no todos los capitalismos que han existido fueron igualmente inestables y “nuestra imaginación puede construir un infinito número de posibles economías capitalistas”, pero dotadas de una mayor regulación financiera y participación del Estado.
Esta última crisis no pone en discusión –por ahora– la cuestión del fin del capitalismo, aunque muestra el fracaso de las ideas neoliberales que representaron un muro invisible pero eficaz para separar a aquellos que tienen la llave de la casa del mundo de los que la miran desde afuera (la inmensa mayoría de la población del globo). Como señala Stiglitz: “El consenso de Washington y la ideología fundamentalista del mercado que lo sustentaba han muerto”. De todos modos, pese a que la sobrevida misma del sistema no está todavía en juego (si bien se ha derrumbado una de sus formas más perversas), se reaniman viejos debates sobre sus principales protagonistas y, en particular, sobre el presunto eclipse de la hegemonía estadounidense en el orden mundial.
En este sentido, la historia indica que los imperios no duran para siempre, y que en el largo plazo tienen un ciclo casi inexorable que marca etapas de auge y caída: desde los antiguos de Grecia y Roma hasta aquellos que en épocas más recientes lograron imponer por más de un siglo la Pax Britannica. ¿Estaremos asistiendo a otro tipo de ciclos, que comprenden también las civilizaciones? La griega, la romana, las orientales, surgieron en forma fulgurante y también se apagaron, como los soles viejos, en el silencio respetuoso de museos y bibliotecas.
¿Le tocará ahora a EE.UU. vivir una lenta decadencia como la que tuvo Gran Bretaña desde finales del siglo XIX hasta la segunda posguerra? ¿Podrá recuperarse como en el pasado gracias, en buena medida, a circunstancias excepcionales, como las guerras; o a la posibilidad de descargar sus crisis sobre otros países; o al repentino derrumbe de sus rivales, como pasó con la ex URSS; o debido a un salto tecnológico basado en innovaciones que aún no se vislumbran?
Hace varios años que se viene discutiendo a este respecto en torno de dos cuestiones: la menor competitividad de la economía estadounidense (debido a los déficit gemelos y el creciente endeudamiento), y la probable disminución del poder estratégico y militar de Washington, como consecuencia de las dificultades experimentadas por las políticas intervencionistas en Irak y Afganistán. El estallido de la crisis puso estos debates en primer plano y recrudeció la polémica.
Si bien la crítica situación económica de la potencia del Norte es ahora visible para todos, hay un interrogante principal: ¿puede Estados Unidos lograr transferir una vez más su crisis al resto del globo gracias a su supremacía militar y geopolítica –que se expresa también en su disposición del dólar como moneda hegemónica–, o esta vez la salida será una pérdida de posiciones? El principal argumento que esgrimen quienes sostienen que seguirá siendo la primera potencia, es que ninguno de los otros países (o regiones) que podrían rivalizar con él –la Unión Europea, Japón, China o Rusia– está en condiciones políticas, militares y/o económicas de reemplazar en el corto plazo su dominio.
La segunda opción, la de la declinación de Estados Unidos, tiene también sus partidos, sobre todo después de los atentados del 11 de septiembre y de la invasión a Irak, donde los límites del poder militar estadounidense se hicieron más transparentes. Si a esto le agregamos la crisis financiera, la idea de un “siglo XXI norteamericano global”, que estaba detrás del Consenso de Washington y de la caída del Muro de Berlín, parece ya desvanecerse. Comenzaron a advertirse más claramente los desajustes de la economía norteamericana, que incluyen la caída del mismo dólar, y también el fracaso del intervencionismo militar de carácter presuntamente “preventivo”.
La declinación se avizora, de todas formas, en el largo plazo, y lo más probable es que se produzca un nuevo “reparto” imperial, cuyo comienzo puede ya observarse desde la llegada de Barack Obama al gobierno –más débil en sus inicios que su predecesor cuando fue elegido–, y en el cual Washington sigue siendo protagonista, pero dejando el juego más abierto a otros actores como la Unión Europea y los gigantes asiáticos. Quienes analizan el alto grado de vinculación a nivel de las empresas transnacionales y de los gobiernos de los países desarrollados en un sistema mundializado son proclives a prever una salida “consensuada” de la crisis con predominio de Estados Unidos, pero también con una mayor participación de otras potencias. Otros anticipan una cruda competencia por los espacios de poder económico y político, y recuerdan que la crisis de 1930 se saldó con una guerra mundial.
La conclusión principal que surge de ese panorama geopolítico y económico no pareciera ser, sin embargo, la definitiva decadencia del gigante americano, aunque empiece a revelar inquietantes debilidades, sino una ampliación del margen de maniobra y libertad de iniciativa de las otras potencias o bloques de poder en un mundo más multipolar, aunque lleno de incertidumbres. Las crisis del capitalismo siempre han significado cambios económicos y políticos traumáticos. Sin duda, ya nada será igual que antes. Pero es necesario aprender de lo ocurrido. Y, sobre todo, procurar que la explotación inadecuada o excesiva de las enormes riquezas del planeta no ponga en peligro su futuro, y que los ingresos disponibles puedan distribuirse de una manera más equitativa entre todos sus habitantes
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/cash/17-4675-2010-10-10.html
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