La mejor definición de Michel Lafon (Montpellier, 1954) quizá la dé al pasar el propio implicado: durante la entrevista, no duda en describirse a sí mismo, con gracia e ironía, como un "argentinista profesional". La expresión parece conciliar en dosis exactas la fascinación literaria (que se inició con la lectura de Borges en la adolescencia), la militancia académica (fundó y dirige, en la Universidad Stendhal de Grenoble, la única cátedra dedicada a la literatura argentina en Francia) y otra profundamente personal (la gran cantidad de amistades argentinas cosechadas a través de los años). Ha traducido once novelas de César Aira y el fundamental volumen publicado por la editorial Robert Laffont, minuciosamente prologado por él, que reúne todas las novelas de Adolfo Bioy Casares. Es también un lector compulsivo de la literatura de nuestro país: "No tengo aprioris y en todos encuentro algo que me interesa. En Literatura de izquierda , Damián Tabarovsky traza una frontera entre los buenos que no venden y los malos que ganan premios. Yo trato de leer a los unos y los otros. Después hablo de ellos a mis doctorandos: así se va formando una especie de galaxia, la galaxia Pierre Ménard".
Lafon acaba de publicar en francés su primera novela titulada justamente Une vie de Pierre Ménard , ("Una vida de Pierre Ménard") en que refrenda su devoción por Borges ("quizás el mayor escritor en español desde Cervantes") y, en la Argentina, Escribir en colaboración (Beatriz Viterbo), un trabajo elaborado junto con Benoît Peeters, que explora las idas y vueltas de los dúos literarios.
"La paradoja del libro es que sistematiza algo que en realidad ha existido desde siempre. Hasta la Edad Media todo era colaboración. En los ejemplos que trabajamos nos limitamos a los dos últimos siglos porque estamos en pleno dogma romántico del autor único inspirado por las musas que, por fuerza, debe ser un individuo. Es un dogma tan poderoso que, como demostró Jean Ricardou, subsiste hasta hoy: sigue siendo casi una afrenta preguntarle a alguien los grados de colaboración que puede haber habido en sus obras".
-La época actual, ¿no está desmitificando las colaboraciones escritas?
-Sí, hay colaboraciones que se deben a cuestiones tecnológicas, no a una tardía consecuencia de las utopías políticas. Está en el air du temps . Se están escribiendo libros a diez, quince manos, que es lo que estudiaremos en un segundo volumen, pero, en materia literaria, estos trabajos suelen tener mucho de artificial. No son proyectos continuados. Se trata por lo general de una editorial que reúne a tal con tal autor pensando en un efecto comercial. No creo por otra parte que la efervescencia de escritura conjunta en la red tenga presente el dogma del autor único. Se trata más bien de un juego.
-¿La figura de autor tiende a diluirse en estos dúos?
-La idea de la muerte del autor, tan de moda en Francia hace unas décadas, nos obligó a hacernos esa pregunta, pero llegamos a la conclusión de que la colaboración no desempeña ningún papel decisivo. Los dúos literarios no anulan al autor, incluso pueden reforzarlo. En Bustos Domecq, la suma de Borges y Bioy da un tercer hombre, una figura de autor apoteótico, grandilocuente, monstruoso. Bustos Domecq es como un gigante que mira a sus pies a sus dos creadores.
-¿Cuáles son las características de las obras de a dos?
-Una de mis ideas teóricas era que conocer este trabajo conjunto permitía también volver a la escritura individual. Una de las características principales de este tipo de ficciones es que, con disfraces, cuentan ideas de colaboración, de adulterio, robo, plagio, herencia, juicios, rivalidad. Por eso me fascina Bustos Domecq: no habla de otra cosa.
-¿Cómo escribieron el libro?
-Vivimos en ciudades distintas y eso nos obligó a diversos tipos de colaboración. Nos repartimos los capítulos, pero me gusta pensar que la idea más importante de uno de los que escribió Benoît se la di yo, y viceversa. Se podría pensar que el capítulo sobre Borges y Bioy es mío y que el capítulo sobre Hergé lo escribió Benoît, que es un gran especialista en Tintin. Pero quién sabe. Yo también soy bastante tintinólogo.
-¿Influyó en el estilo de los textos?
-Hay fuerzas que se cruzaron. Al principio él era más novelista y yo, más teórico; en un momento dado, por la manera de escribir los capítulos, me di cuenta de que el más novelista de los dos podría ser yo. Pero nuestras escrituras llegaron a una suerte de fusión.
-En Une vie de Pierre Ménard exhuma el personaje borgeano. ¿Ese procedimiento es también una forma de colaboración diferida?
-Para trabajar sobre el tema tuvimos que establecer criterios muy precisos. Creo que mi novela no entraría en el campo científico de la colaboración porque, si entrara, entraría toda la literatura universal. Ménard -mi Ménard, porque, como sugiere el título, es una de sus tantas vidas posibles- sí es, en cambio, una especie de colaborador universal, un genio invisible. Tiene la virtud de darse cuenta de que sus discípulos tienen más talento que él y se contenta con existir a través de ellos hasta dejarse plagiar. El punto de partida no fue Borges ni Ménard sino mi fascinación por el jardín botánico de mi ciudad natal, Montpellier, una ciudad que no tenía literatura ni vida intelectual. Es una especie de revancha. En la novela la transformo en el centro secreto de la modernidad literaria.
-Borges, ¿quería a Ménard? ¿En una lectura superficial puede confundírselo con un plagiario o, como sugería Saer, leerlo como una broma a la sofisticación intelectual francesa al estilo de Valéry?
-¡Se puede leer con más entusiasmo y generosidad que de esas maneras reductoras! Hay que dejarle al cuento su misterio. Hay que aceptar que el personaje escribió tres capítulos del Quijote sin acudir a él. Es verdad que no parece haber mucha simpatía de parte de Borges, pero entre él y Ménard se interpone el narrador. Es fascinante porque al principio del cuento es un bobo y en el final es un genio. Entiende cuál es la lección de Ménard: que el lector crea tanto o más el texto que el propio escritor. Yo veo en el cuento una nostalgia y una emoción que, creo, están también en mi novela.
Por Pedro B. Rey
© LA NACION
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1134851
Lafon acaba de publicar en francés su primera novela titulada justamente Une vie de Pierre Ménard , ("Una vida de Pierre Ménard") en que refrenda su devoción por Borges ("quizás el mayor escritor en español desde Cervantes") y, en la Argentina, Escribir en colaboración (Beatriz Viterbo), un trabajo elaborado junto con Benoît Peeters, que explora las idas y vueltas de los dúos literarios.
"La paradoja del libro es que sistematiza algo que en realidad ha existido desde siempre. Hasta la Edad Media todo era colaboración. En los ejemplos que trabajamos nos limitamos a los dos últimos siglos porque estamos en pleno dogma romántico del autor único inspirado por las musas que, por fuerza, debe ser un individuo. Es un dogma tan poderoso que, como demostró Jean Ricardou, subsiste hasta hoy: sigue siendo casi una afrenta preguntarle a alguien los grados de colaboración que puede haber habido en sus obras".
-La época actual, ¿no está desmitificando las colaboraciones escritas?
-Sí, hay colaboraciones que se deben a cuestiones tecnológicas, no a una tardía consecuencia de las utopías políticas. Está en el air du temps . Se están escribiendo libros a diez, quince manos, que es lo que estudiaremos en un segundo volumen, pero, en materia literaria, estos trabajos suelen tener mucho de artificial. No son proyectos continuados. Se trata por lo general de una editorial que reúne a tal con tal autor pensando en un efecto comercial. No creo por otra parte que la efervescencia de escritura conjunta en la red tenga presente el dogma del autor único. Se trata más bien de un juego.
-¿La figura de autor tiende a diluirse en estos dúos?
-La idea de la muerte del autor, tan de moda en Francia hace unas décadas, nos obligó a hacernos esa pregunta, pero llegamos a la conclusión de que la colaboración no desempeña ningún papel decisivo. Los dúos literarios no anulan al autor, incluso pueden reforzarlo. En Bustos Domecq, la suma de Borges y Bioy da un tercer hombre, una figura de autor apoteótico, grandilocuente, monstruoso. Bustos Domecq es como un gigante que mira a sus pies a sus dos creadores.
-¿Cuáles son las características de las obras de a dos?
-Una de mis ideas teóricas era que conocer este trabajo conjunto permitía también volver a la escritura individual. Una de las características principales de este tipo de ficciones es que, con disfraces, cuentan ideas de colaboración, de adulterio, robo, plagio, herencia, juicios, rivalidad. Por eso me fascina Bustos Domecq: no habla de otra cosa.
-¿Cómo escribieron el libro?
-Vivimos en ciudades distintas y eso nos obligó a diversos tipos de colaboración. Nos repartimos los capítulos, pero me gusta pensar que la idea más importante de uno de los que escribió Benoît se la di yo, y viceversa. Se podría pensar que el capítulo sobre Borges y Bioy es mío y que el capítulo sobre Hergé lo escribió Benoît, que es un gran especialista en Tintin. Pero quién sabe. Yo también soy bastante tintinólogo.
-¿Influyó en el estilo de los textos?
-Hay fuerzas que se cruzaron. Al principio él era más novelista y yo, más teórico; en un momento dado, por la manera de escribir los capítulos, me di cuenta de que el más novelista de los dos podría ser yo. Pero nuestras escrituras llegaron a una suerte de fusión.
-En Une vie de Pierre Ménard exhuma el personaje borgeano. ¿Ese procedimiento es también una forma de colaboración diferida?
-Para trabajar sobre el tema tuvimos que establecer criterios muy precisos. Creo que mi novela no entraría en el campo científico de la colaboración porque, si entrara, entraría toda la literatura universal. Ménard -mi Ménard, porque, como sugiere el título, es una de sus tantas vidas posibles- sí es, en cambio, una especie de colaborador universal, un genio invisible. Tiene la virtud de darse cuenta de que sus discípulos tienen más talento que él y se contenta con existir a través de ellos hasta dejarse plagiar. El punto de partida no fue Borges ni Ménard sino mi fascinación por el jardín botánico de mi ciudad natal, Montpellier, una ciudad que no tenía literatura ni vida intelectual. Es una especie de revancha. En la novela la transformo en el centro secreto de la modernidad literaria.
-Borges, ¿quería a Ménard? ¿En una lectura superficial puede confundírselo con un plagiario o, como sugería Saer, leerlo como una broma a la sofisticación intelectual francesa al estilo de Valéry?
-¡Se puede leer con más entusiasmo y generosidad que de esas maneras reductoras! Hay que dejarle al cuento su misterio. Hay que aceptar que el personaje escribió tres capítulos del Quijote sin acudir a él. Es verdad que no parece haber mucha simpatía de parte de Borges, pero entre él y Ménard se interpone el narrador. Es fascinante porque al principio del cuento es un bobo y en el final es un genio. Entiende cuál es la lección de Ménard: que el lector crea tanto o más el texto que el propio escritor. Yo veo en el cuento una nostalgia y una emoción que, creo, están también en mi novela.
Por Pedro B. Rey
© LA NACION
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