
¿Qué hay en esos nueve relatos? Sobre todo una pátina de nostalgia y una mirada al pasado. Hay personajes marcados por el siglo XX, es un libro de alguien que, como Tabucchi, es hijo del siglo XX. El día de su nacimiento, los americanos bombardeaban Pisa para liberarla de los nazis. Su padre se los llevó, a él y su madre, en bici, a la casa de los abuelos, más lejana, para protegerle del asedio. Pero Tabucchi pertenece a esa generación en la que los ecos de las barbaries del siglo XX le llegaron por testimonios, no en carne propia. No es un Günter Grass que vivió de cerca el conflicto alemán, dentro del cuerpo de las SS nada menos, sino más bien un Ángel González con respecto a la guerra civil española: el espanto le llega reverberado. Y no es mala cosa, porque puede llegar a atemperar, a provocar un discurso narrativo sin estridencias. También es cierto que se tocan en el libro conflictos más recientes, como el de la guerra de Kosovo (a través de un oficial italiano que sufrió radiaciones de uranio) o el de la Alemania Oriental, que Tabucchi vivió como un ciudadano europeo más. También hay cuentos localizados en los comunismos del Este, Hungría, Rumanía y Polonia, que cuentas historias concretas de personas concretas, y que devuelven al lector el gusto por la milenaria tradición de contar historias.
Hace Antonio Tabucchi un sano uso de la ficción; sus relatos son inventados, pero bien podrían ser reales.
El encanto de estos cuentos en absoluto pretenciosos reside en esa sencillez que acaba siendo poética. Tabucchi no pretende pasarse por quien es, y conoce sus recursos a la perfección y sabe de qué es capaz y que no. Obras como Sostiene pereira o La cabeza perdida de Damasceno Monteiro nos trasladan a esa ficción amable, con un filtro poético que no cae en empalagosidades, pero que resulta tremendamente digestivo. Como la historia de Lázsló, el antiguo oficial del ejército húngaro que acude, ya mayor, a Moscú para reunirse con un comunista “mejorista” al que le tocó la redacción del informe que daría con sus huesos en la cárcel, cuando la invasión soviética. No guardó rencor Lázsló, cuando salió de la cárcel y quiso conocer al ruso Dimitri, con quién disfrutó de los días quizá más hermosos de su vida. Muestra de ese estilo antirretórico pero eficaz al tiempo que hermoso, es esta descripción que hace el autor sobre su personaje el comunista Dimitri, en Entre generales: “...era un hombre iracundo y jovial, infeliz acaso, que, jovencísimo, en la guerra contra los nazis había sido condenado por su valor, pero no era capaz de odiar a los húngaros y no entendía por qué debía hacerlo”.
Los relatos de El tiempo envejece deprisa proporcionan una conmoción moderada, una mínima catarsis. Son pequeñas porciones de belleza, de humanidad, que resultan muy gratas. Esa idea extendida de que una novela debe pegar un puñetazo al lector nada más abrir la cubierta, puede ser válida a veces, pero como norma general no nos gusta estar recibiendo hostias a diestro y siniestro. Hay una suerte de belleza que impregna las páginas de relatos como el de Nubes, y también el viaje a esas historias que hicieron menos terribles los sistemas totalitarios, como el de Festival. En este último, la situación del cineasta oficial que sólo con la presencia de su cara provoca condenas menores a la disidencia, es una suerte de homenaje al espíritu de los Justos entre las Naciones que está entre los relatos más redondos del libro. Porque hay otros, todo es cierto, que dejan una sensación más fría, aunque con un sabor de boca siempre positivo......
Por Eduardo Laporte
Fuente: http://www.ojosdepapel.com/Index.aspx?article=3540
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