Quienes
practican y disfrutan de la nueva flexibilidad de la “no fijación” del yo
tienden a denominarla “libertad”. Se podría decir, no obstante, que tener una
identidad no fijada que está en vigor básicamente “hasta nuevo aviso” no es un
estado de libertad, sino una forma de verse obligatoria e interminablemente
reclutado para una guerra de liberación que jamás acaba de ganar: una batalla
que se libra día tras día, sin respiro, por librarse de, por acabar con, por
olvidar. Fue en el momento en que la “identidad” dejó de ser un legado
engorroso (del que era imposible librarse) pero confortable (ya que nadie nos
los podía quitar), y dejó de ser un acto de adquisición de un compromiso
permanente con algo previsto y que se esperaba que durase hasta la eternidad, y
se convirtió, por el contrario, en una tarea vitalicia de unos individuos
huérfanos (por la pérdida de unos legados inextricables) y privados de remansos
de confianza creíbles, cuando debió transformarse (como así hizo) en un intento
siempre inconcluso de lavarse las manos de los compromisos pasados y de escapar
a la amenaza de verse enredado en uno nuevo del que los demás estuvieran
encantados de desentenderse (y del que, en realidad, lograran desentenderse).
La libertad de estos buscadores de identidad guarda una gran afinidad con la de
un ciclista: caerse es el castigo por dejar de pedalear y para mantener la posición
vertical hay que seguir pedaleando. La necesidad de continuar trabajando sin
descanso les pone en una situación apremiante sobre la que no tienen elección:
la alternativa es demasiado sobrecogedora como para ser siquiera contemplada.
Fuente: La vida líquida, de Zygmunt Bauman, Editorial Paidos Estada, página 48
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