Hace dos mil
seiscientos años, en la ciudad de Mileto, un sabio distraído llamado Tales
paseaba en las noches, espiando estrellas solía caerse en algún pozo.
Tales,
hombre curioso, pudo averiguar que nada muere, que todo se transforma y que
nada hay en el mundo que no esté vivo, y que en el origen y en el fin de toda
está el agua. No los dioses: el agua: los terremotos ocurren porque la mar se
mueve y alborota la tierra, y no por las rabietas de Poseidón. No es por gracia
divina que el ojo ve; sino porque el ojo refleja la realidad, como el río
refleja los arbustos de las orillas. Y los eclipses ocurren porque la luna tapa
el sol, y no porque el sol se esconda de las iras del Olimpo.
Tales, que
en Egipto había aprendido a pensar, predijo los eclipses sin error, sin error
midió la distancia de los barcos que venían de altamar, y supo calcular
exactamente la altura de la pirámide de Keops por la sombra que proyectaba. Se
le atribuye el teorema más famoso, y cuatro más, y hasta dicen que descubrió la
electricidad.
Pero quizá
su gran hazaña fue otra: vivir como vivió, desnudo del abrigo de la religión,
sin consuelos.
Fuente: "Espejos. Una historia casi universal" de Eduardo Galeano.
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