A finales del año pasado, una pequeña editorial publicó una
autobiografía con el título de Confessions of an Economic Hit Man (Confesiones
de un asesino económico a sueldo), de John Perkins. Escrita al estilo de una
novela de espías, Perkins cuenta sus años como responsable económico de MAIN,
una firma internacional de consultoría con sede en Boston. Su trabajo allí
consistía en elaborar previsiones económicas falseadas que sirvieran al Banco
Mundial para planificar enormes proyectos de ingeniería y construcción en los
países del Tercer Mundo. Joven y con éxito, su carrera le permitió llevar una
vida fantástica durante los años 70, llena de viajes, mujeres, dinero y
prestigio profesional. Pero a pesar de la parafernalia externa del éxito y del
reconocimiento, Perkins se encontraba moralmente dividido por su auténtico
trabajo como asesino de guante blanco a sueldo (EHM, en su sigla inglesa). Como
término irónico para su profesión, este apodo era más revelador de su actividad
que cualquier otra denominación empresarial.
Los "asesinos económicos a sueldo", escribe Perkins, son
profesionales con un elevado sueldo que cometen fraudes en países de todo el
mundo por billones de dólares. Los instrumentos de los que se valen son, entre
otros, la realización de informes falsos, amañar elecciones, pagar sobornos,
chantaje, sexo y asesinatos". Su misión concreta como EHM era la de justificar
que los préstamos del Banco Mundial fueran a los bolsillos de los grandes
contratistas estadounidenses (como Bechtel y Halliburton) y tratar de llevar a
esos países a la bancarrota una vez que las grandes empresas hubieran recibido
sus pagos. Desgraciadamente, gracias a su endeudamiento, sus prestamistas, es
decir el gobierno de Estados Unidos, podían disponer fácilmente de su voto en la
ONU, implantar bases militares o acceder a los codiciados recursos naturales.
La actividad de Perkins como EHM se llevó a cabo en Indonesia,
Panamá, Ecuador, Colombia, Arabia Saudí, Irán y otros países importantes
estratégicamente. El objetivo final de los EHM era muy sencillo: expandir el
imperio de las corporaciones estadounidenses.
Con poca, o prácticamente ninguna, cobertura en los principales
medios de comunicación, Confesiones ha vendido 150.000 ejemplares en meses y se
ha situado en más de veinte de las listas de libros más vendidos, entre ellas
las del New York Times, Washington Post, San Francisco Chronicle y USA Today.
Penguin (filial del grupo británico Pearson) ha publicado en diciembre de 2005
la edición en rústica.
Daniel McLeod: Usted sitúa a los asesinos económicos a sueldo
en la larga lista de los agentes imperiales, que incluye a los centuriones
romanos, a los conquistadores españoles, y a las potencias coloniales de los
siglos XVIII y XIX. Todos ellos dependían de la fuerza militar, pero los EHM son
diferentes. ¿Puede contarnos los orígenes de esta estrategia para construir el
Imperio?
John Perkins: Creo firmemente que fue la consecuencia de
nuestro supuesto éxito en Irán a principios de los años 50. Los iraníes habían
elegido democráticamente a un presidente (Mossadeq) y éste había empezado a
apretar las tuercas a las compañías petroleras, insistiendo en que pagaran
impuestos justos para que el pueblo iraní se beneficiara del petróleo que
extraían en su país. Los británicos y estadounidenses tenían intereses allí y
nuestras compañías petroleras estaban muy resentidas por ello, así que decidimos
echar a Mossadeq. Calculamos que no podíamos enviar tropas porque Irán compartía
fronteras con la Unión Soviética que tenía armas nucleares.
En lugar de mandar tropas, enviamos a un agente de la CIA,
Kermit Roosevelt, nieto de Teddy Roosevelt. Con unos pocos millones de dólares,
Kermit consiguió derrocar al democráticamente elegido Mossadeq y reemplazarlo
con el Sha de Irán, quien como todos sabemos era un déspota y amigo de las
compañías petroleras. Esta experiencia, enseñó a quienes mandaban -a los que
llamó la corporatocracia- que ampliar el imperio por medio de agentes como
Roosevelt era mucho más barato y seguro que el viejo modelo militar. El único
problema fue que Roosevelt era un agente de la CIA y si se le hubiera
descubierto habría resultado embarazoso, cuando menos, para el gobierno
estadounidense. Poco después de aquello, se tomó la decisión de emplear a gente
de empresas privadas que hiciera más difícil el que se descubriera que sus
actividades estaban respaldadas por Washington.
¿Qué ocurre cuando un EHM fracasa en persuadir a un dirigente
de un país para que se someta a los planes del Imperio?
Eso es algo bastante raro. En las últimas décadas los EHM
tuvieron éxito en la mayoría de los casos. Pero hubo ocasiones en que no fue
así, como mi fracaso con el presidente de Panamá, Omar Torrijos. En esas
ocasiones, se envía a los que denominamos chacales, es decir los asesinos
reconocidos de la CIA, para derrocar gobiernos o asesinar a sus líderes, tal
como ocurrió en Guatemala con Arbenz, en Chile con Allende, y con Hugo Chávez en
Venezuela. Cuando fracasé con Omar Torrijos -que se negó a entrar en el juego-
su avión privado se estrelló y ardió. Todos sabemos que se trató de un asesinato
apoyado por la CIA.
¿Cómo fue su relación con Omar Torrijos?
Me gustaba Omar Torrijos como persona. Cuando se me envió a
Panamá para captarlo, me dijo: "Comprendo que si me uno a su plan me convertiré
en un hombre muy rico pero no me interesa. Quiero ayudar a la gente pobre de mi
pueblo, así que puede marcharse del país o quedarse aquí y hacer las cosas a mi
manera". Volví a Boston y le conté a mi jefe en MAIN lo que me había dicho.
Decidimos quedarnos en Panamá. Después de todo, podíamos hacer algo de dinero y
pensamos que todavía teníamos oportunidad de convencer a Torrijos. El asunto era
que yo sabía que probablemente él se había metido ya en problemas porque conocía
que el sistema se basaba en el supuesto de que los gobernantes son corruptibles,
y cuando un dirigente como Torrijos no lo es, puede convertirse en un ejemplo
para el mundo. Torrijos había adquirido su reputación al convencer a Estados
Unidos para que devolviera el canal a Panamá. Así que a pesar de que apreciaba
sinceramente su firme posición, temía que le lanzaran los chacales.
En su libro cuenta sus éxitos más importantes como EHM. Y se
refiere a ellos como "el acuerdo del siglo, el acuerdo que cambió el curso del
mundo sin que jamás llegara a los periódicos". ¿Cuál fue ese acuerdo y cuál fue
su participación como intermediario?
A principios de los años 70, la OPEC prácticamente cerró el
grifo del petróleo lo que dio lugar a largas colas de coches en las gasolineras.
Temimos que estábamos a punto de otra depresión como la de los años 30. En
consecuencia, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos se dirigió a mí y a
otros EHM y nos contrató para que encontráramos la manera de asegurar que
Estados Unidos nunca volvería a ser rehén de la OPEC. Nosotros sabíamos que la
clave era Arabia Saudí porque controlaba más petróleo que cualquier otro país
del mundo y sabíamos que la Casa de Saud, la familia real, era corruptible.
Llegamos a un acuerdo por el cual la Casa Saudí reinvertiría los petro-dólares
en bonos del tesoro estadounidense. El Departamento del Tesoro utilizaría los
intereses producidos por esas inversiones para pagar a compañías estadounidenses
que occidentalizaran Arabia Saudí, mediante la construcción de plantas
eléctricas, parques industriales, ciudades enteras en el desierto.
En las últimas décadas las cantidades pagadas a empresas
estadounidenses para occidentalizar Arabia Saudí suman billones de dólares.
Parte del acuerdo fue también el que Arabia Saudí mantuviera el precio del
petróleo en un nivel aceptable para nosotros y a cambio nosotros mantendríamos
en el poder a la Casa Real Saudí. Fue un acuerdo fantástico que ha funcionado
increíblemente bien hasta hoy si bien ahora está fallando por varias razones.
Una de ellas es que la Casa Real es muy impopular en Arabia Saudí y en todo el
mundo islámico porque han roto el trato y han rodeado los lugares más sagrados
del Islam con plantas petroquímicas, McDonalds y otros símbolos del
materialismo. Otra, es que somos incapaces, tras nuestro fracaso en Iraq, de
controlar Oriente Próximo y la creciente marea del extremismo musulmán.
Imagino que una contestación normal es que todo esto suena a un
complot de unos pocos capitalistas fumando en un sótano oscuro; que se trata de
una teoría conspiratoria.
Ciertamente no se trata de una conspiración ya que, por
definición, una conspiración es ilegal. Nada de esto es ilegal. La manera de
trabajar de los asesinos económicos a sueldo debería ser ilegal pero como somos
nosotros quienes redactamos las leyes internacionales, no lo es. Los miembros de
la corporatocracia se reúnen a veces y muchos de ellos pasan mucho tiempo en
Washington, D.C, pero no lo hacen en sótanos oscuros fumando puros porque no
están haciendo nada fuera de la ley. Esas gentes se mueven pública y
constantemente de aquí para allá en los más altos niveles. Un año, un tipo es el
presidente de la mayor compañía petrolera del mundo y, al año siguiente, es
vicepresidente de Estados Unidos u ocupa un puesto en el Gobierno. Una vez
cumplido su mandato, él o ella vuelven a la compañía de petróleo, química o de
manufacturas como altos ejecutivos. Es un sistema de locos. Está hecho a medida
para la corrupción.
¿Son conscientes los autores de los planes de la
corporatocracia de que sus intereses imperiales van en contra de los ideales
democráticos establecidos por los Estados Unidos?
Los que están en la cúpula son muy conscientes de ello. Saben
exactamente lo que están haciendo. Son imperialistas. Sin embargo en esas
organizaciones -el Banco Mundial, Bechtel, Halliburton, Monsanto, y todas esas
compañías- hay centenares de miles de personas que no son conscientes. Son
realmente simples peones. Deberían ser conscientes, pero resulta sencillo no
querer reconocerlo. Nuestras instituciones educativas y nuestro sistema de
recompensas hacen fácil que uno se convenza de que lo que está haciendo es en
realidad ayudar a la gente pobre. Esa es una de las razones por las que he
escrito el libro. No quiero que nadie se encuentre en una situación semejante en
la que no sea capaz de ver claramente lo que está haciendo.
Un aspecto chocante de su historia es que Usted era muy
consciente del papel que desempeñaba como EHM. ¿Cómo era posible que justificara
sus acciones?
Yo había sido voluntario del Peace Corps en Ecuador y eso me
dio un conocimiento amplio del panorama. Sin embargo, cuando me convertí en EHM,
gentes como Robert McNamara, presidente del Banco Mundial, me daban palmadas en
la espalda. Daba conferencias en Harvard y en otras instituciones de todo el
mundo. Se me felicitaba por lo que hacía. Escribía artículos sobre mi materia
que se publicaban. Debido a mi licenciatura en economía de la Universidad de
Boston, podía racionalizarlo diciendo que lo que hacía aumentaba el PIB. Sin
embargo, el problema es que el aumento del PIB con frecuencia sólo ayuda a
quienes están en la cima económica y que no ayuda a la gente que vive en
chabolas de cartón en Yakarta o Caracas. Aunque interiormente sabía que lo que
estaba haciendo estaba mal, podía justificarlo racionalmente porque estaba de
acuerdo con las instituciones con las que trabajaba y con mi propia educación.
Podía hacer la vista gorda.
Ha escrito este libro para ayudar a que los estadounidenses
reconozcan la naturaleza verdadera de nuestra sociedad y de nuestras
instituciones. ¿Está llegando a la gente por primera vez?
Hemos recibido un enorme número de cartas y mensajes
electrónicos. Mi editora en un momento determinado trató de examinarlos para
extraer los comentarios más habituales y llegó a la conclusión de que era algo
parecido a lo siguiente: "Yo sabía en mi interior que esto estaba pasando pero
siempre que hablaba de ello con la gente se me decía que estaba paranoico o loco
por lo que dejé de comentarlo. Ahora he leído su libro y mis sospechas se han
confirmado. No sólo voy a hablar de ello sino que voy a actuar en su contra".
Oír cosas así resulta muy gratificante -en especial cuando dicen que no sólo van
a comentarlo sino que están decididos a actuar sobre el asunto. No estoy seguro
de lo que realmente está haciendo la gente pero sé que están influyendo sólo con
hablar de lo que está pasando.
Tras abandonar el juego, Usted quiso escribir un libro y
confesarlo todo pero recibió amenazas e intentos de soborno durante una década.
¿Qué le llevó a romper su silencio?
Poco después del 11-S, fui a la zona cero y mientras permanecí
allí soportando el olor de la carne quemada y la vista del humo que seguía
saliendo, comprendí que tenía que escribir este libro y asumir la
responsabilidad por mi pasado. Lo que ocurrió aquel día era una consecuencia
directa de la construcción del imperio en la que mis colegas EHM y yo mismo
habíamos participado. Fue un asesinato en masa llevado a cabo por unos asesinos
de masas pero simbolizaba la cólera que se extiende por todo el mundo. Osama Bin
Laden desgraciadamente se ha convertido en un héroe no sólo en Oriente Próximo
sino también en gran parte de Latinoamérica y de otros lugares del mundo. Él no
debería tener esa consideración y comprendí que era necesario que los
estadounidenses conocieran la verdadera historia. Tenía que confesar de forma
que ayudara a los estadounidenses a tomar conciencia del dominio de las
corporaciones y a comprender por qué las políticas de Estados Unidos provocan
tanto odio. Salvo que cambiemos de dirección, el futuro se presenta bien triste
para las jóvenes generaciones y sólo cambiaremos si llegamos a comprender lo que
está pasando.
Con el Katrina, los cenagales de Iraq y Afganistán, la
resistencia que emerge en Sudamérica, un Reino Saudí inestable, y la situación
comprometida del dólar estadounidense, ¿Cree que la corporatocracia ha llegado a
su fin?
La historia nos enseña que ningún imperio sobrevive. Éste no es
una excepción. Estados Unidos tiene el 5 por ciento de la población mundial y
consumimos más del 25 por ciento de los recursos del mundo. No es un modelo que
pueda reproducirse. Lo que somos es un desastre que ocasiona una desigualdad
insólita y unos daños medioambientales a escala mundial. El nuestro es un
imperio que se encuentra en las convulsiones del derrumbamiento.
Por Daniel McLeod
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