Cabdombe |
Cuando la temeraria hospitalidad de los editores me convidó a
molestar esta suficiente demostración de la obra de Figari con un comentario
verbal, mi primer movimiento fue de gratitud, mi segundo de aceptación, mi
tercero de fuga. Consideré lo intruso de mi voz en materia pictórica, fui
visitado de temores que creí razonables. Reflexioné después que la casi
inmejorable ignorancia de la pintura que todos me conocen, versa íntegramente
sobre la técnica, y eso me recordó la única técnica de que poseo algunas
noticias, la literaria . Me consta, como escritor que soy, que esa encarecida
disciplina -contacto de palabras dispares, asombro de metáforas, puntuación
ocasional de ternuras, fingimiento de seguridad en lo intelectual por el empleo
de fórmulas precisa es un asequible repertorio de habilidades, de fácil
adquisición a plazos y uso agradable, pero indigno de una reverencia mayor. De
ese carácter meramente habilidoso de la literatura, nadie suele mucho dudar. Su
prueba está en el acento denigrativo de la palabra retórica; su dilucidación, en
el hecho de que siendo literatos todos los hombres -pues argumentar o conmover o
narrar no son menos literatura que escribir y suelen producirse mejor- saben lo
tratable que es y lo desacertado de imputar difíciles méritos a los versados en
ella. Esa pretendida insustancialidad de una de las artes -y de la más
practicada, vale decir de la de mayores oportunidades de complejidad- abona la
presunción de que no son de mayor misterio las otras y de que las retóricas de
la plástica, de la música y de la pintura, son tan subalternas como ella. Por
eso, creo que mi famosa ignorancia no me descapacita.
He mirado con frecuente amor esas telas. Yo quisiera preciarme
aquí (orgullo mínimo) de no incidir en las dos tentaciones de ociosidad que
están merodeándome. Una es describir esas telas: vale decir, disipar realidades
visuales en palabras meramente aproximativas, operación no menos improcedente
que su recíproca de incorporar figuras a un texto, y casi tan arriesgada en su
traslación como lo sería la versión en música de un perfume. (Todo es lenguaje:
todo puede ser conversación de almas al alma, aunque no falte supersticioso que
crea que el andar de George Bancroft es lenguaje menor que las elocuencias del
conferencista de turno). Otra es postular en la obra, lo que solamente es propio
de la temática. Admitir, por ejemplo, que cualquiera representación de niñas es
delicada y de limoneros es agria y de espadas hiere. Yo intentaré, ignoro si con
favorable fortuna, optar por equivocaciones distintas.
Figari, pinta la memoria argentina. Digo argentina y esa
designación no es un olvido anexionista del Uruguay, sino una irreprochable
mención del Río de la Plata que, a diferencia del metafórico de la muerte,
conoce dos orillas: tan argentina la una como la otra, tan preferidas por mi
esperanza las dos. Memoria es implicación de pasado. Yo afirmo -sin remilgado
temor ni novelero amor de la paradoja- que solamente los países nuevos tienen
pasado; es decir, recuerdo autobiográfico de él; es decir, tienen historia viva.
Si el tiempo es sucesión, debemos reconocer que donde densidad mayor hay de
hechos, más tiempo corre y que el más caudaloso es el de este inconsecuente lado
del mundo. La conquista y la colonización de estos reinos -cuatro fortines
temerosos de barro prendidos en la costa y vigilados por el pendiente horizonte,
arco disparador de malones- fueron de tan efímera operación que un abuelo mío,
en 1872, pudo comandar la última batalla de importancia contra los indios,
realizando, después de la mitad del siglo diez y nueve, obra conquistadora del
diez y seis. Sin embargo, -a qué traer destinos ya muertos? Yo no he sentido el
liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas
que las higueras y sí en Pampa y Triunvirato: insípido lugar de tejas
anglizantes ahora, de hornos humosos de ladrillos hace tres años, de potreros
caóticos hace cinco. El tiempo -emoción europea de hombres numerosos de días, y
como su vindicación y corona- es de más impudente circulación en estas
repúblicas. Los jóvenes, a su pesar lo sienten. Aquí somos del mismo tiempo que
el tiempo, somos hermanos de él.
Hablé de la memoria argentina y siento que una suerte de pudor
defiende ese tema y que abundar en él es traición. Porque en esta casa de
América los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer
en el hombre nuevo, que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos
argentino, para irnos acercando así a la esperanza. Es una conjuración de estilo
no usado: pródiga aventura de estirpes, no para perdurar sino para que las
ignoren al fin: sangres que buscan noche. El criollo es de los conjurados. El
criollo que formó la entera nación, ha preferido ser uno de muchos, ahora. Para
que honras mayores sean en esta tierra, tienen que olvidar honras. Su recuerdo
es casi un remordimiento, un reproche de cosas abandonadas sin la intercesión
del adiós. Es recuerdo que se recata, pues el destino criollo así lo requiere,
para la cortesía y perfección de su sacrificio . Figari es la tentación pura de
ese recuerdo.
Esas inmemorialidades criollas -el mate compartido de la
amistad, la caoba que en perenne hoguera de frescura parece arder, el ombú de
triple devoción de dar sombra, de ser reconocido de lejos y de ser pastor de los
pájaros, la delicada puerta cancel de hierro, el patio que es ocasión de
serenidad, rosa para los días, el malón de aire del viento sur que deja una flor
de cardo en el zaguán- son reliquias familiares ahora. Son cosas del recuerdo,
aunque duren, y ya sabemos que la manera del recuerdo es la lírica. La obra de
Figari es la lírica.
La misma brevedad de sus telas condice con el afecto familiar
que las ha dictado: no sólo en el idioma tiene connotación de cariño el
diminutivo. Esa, también, puede ser la íntima razón de su gracia: es uno de los
riesgos generosos de la pasión el bromear con su objeto, y es modestia del
criollo recatar en burla el sentir. La publicidad de la épica y de la oratoria
nunca nos encontró; siempre la versión lírica pudo más, Ningún pintor como
Figari para ella. Su labor -salvamento de delicados instantes, recuperación de
fiestas antiguas, tan felices que hasta su pintada felicidad basta para rescatar
el pesar de que ya no sean, y de que no seamos en ellas- prefiere los colores
dichosos. Es enteramente de noticias confidenciales, de magias, de diabluras.
Sus protagonistas -el unitario afantasmado por la zozobra, el notorio chaleco
punzó del buen federal, el negro que se esconde en la zafaduría, en el coraje y
en el bochinche como para que no miren que es negro, el compadre deshecho,
relampagueando en líneas quebradas, el paredón sin revocar, el campo, la luna,-
viven como en los sueños, sobreviven como en la música de ese ayer. Sólo las
tiernas y minuciosas noticias de Carlos Enrique Pellegrini pueden
equiparársele.
Esto es lo que yo quería decir. Figari, presente en méritos de
luz, está en las páginas siguientes que absuelven este prefacio
inútil.#
Publicado en - Figari- Editorial Alfa, Buenos Aires
1930.
Nace en Montevideo el 29 de julio de 1861. Su inclinación
artística se manifiesta tempranamente combinándose con múltiples actividades. Es
abogado desde 1886, nombrado Defensor de Pobres en lo Civil y Criminal,
periodista y codirector de un periódico, impulsor de la creación de la Escuela
de Bellas Artes, diputado, miembro del Consejo de Estado, elegido presidente del
Ateneo de Montevideo, director de la Escuela Nacional de Artes y Oficios,
miembro honorario de la Sociedad de Artistas Uruguayos, Asesor Letrado de la
Sociedad de Arquitectos del Uruguay. Entre estas múltiples actividades se
destaca su creación de ensayos filosóficos, crítica artística y poesía.
Participa en numerosas tertulias junto a artistas como Sáez y Blanes Viale. En
1921 y por cuatro años consecutivos, se radica en Buenos Aires dedicándose
plenamente a la tarea pictórica y recibiendo del medio una crítica elogiosa. En
1925 se traslada a París donde permanece nueve años y obtiene la consagración
como artista plástico. Desde allí proyecta y organiza exposiciones en Europa y
América. Regresa al Uruguay en 1933 y es nombrado Asesor Artístico del
Ministerio de Instrucción Pública.
Muere en Montevideo, el 24 de junio de 1938.
(Biografía según el equipo de curaduría del Museo M. de Artes
Visuales del Uruguay.)
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