Mario Levrero, según Ignacio Echeverría

Entre los papeles póstumos de Albert Camus se encuentra la siguiente anotación: “Tema de Musil: la búsqueda de la salvación del Espíritu en el mundo moderno”. El tema de Mario Levrero, la obsesión central que recorre su obra bien podría formularse de modo muy parecido: como la búsqueda de la salvación del Espíritu. Sólo que el contenido de esa palabra, Espíritu, reúne en Levrero connotaciones algo distintas a las que tiene para Musil. Y el espacio de esa búsqueda ya no sería, en su caso, el “mundo moderno” sino, más humildemente, la personalidad excéntrica y escurridiza del propio Levrero. De un escritor que no tiene empacho en exhibirse a sí mismo como un hombre –él sí– carente por completo de los atributos idóneos para abrirse paso en el mundo moderno, del cual, por otro lado, se desentiende soberanamente, embarcado como está en una despiadada, radical y desternillante introspección.
Buena parte de la obra de Levrero participa en esa búsqueda tozuda del Espíritu, como indica el dato de que, pese a haber sido publicada póstumamente, la escritura de La novela luminosa remonte a comienzos de la década de 1980, poco después de que Levrero concluyó su “trilogía involuntaria” sobre la ciudad (involuntaria, porque sólo a posteriori se percató su propio autor de que había escrito consecutivamente tres novelas –La ciudad, 1966; El lugar, 1969, y París, 1970– que tenían en común el tema de la ciudad). Los textos de esta célebre trilogía, por lo demás, muy en particular el primero, remiten a un autor que, a diferencia de Musil, sí suele asociarse, y con razón, a Levrero: Franz Kafka. El mismo Levrero ha dicho que Kafka fue determinante no sólo en su voluntad de ser escritor, sino también en la forma misma en que se planteó serlo. “Hasta leer a Kafka no sabía que se podía decir la verdad”, declaró Levrero. Palabras que invitan a recordar aquellas del autor de El castillo en las que asegura que lo que hace al escritor “no es ver la verdad, sino serlo”, y recomienda: “No nos haga creer en lo que usted dice, sino: háganos creer en su decisión de decirlo”. Levrero cumple a rajatabla este mandato. Tanto más en cuanto que “la verdad profunda de las cosas es necesariamente difusa, imprecisa, inexacta”, como asegura el narrador de Desplazamientos (1987); y así es debido a que “el espíritu se alimenta del misterio y huye y se disuelve cuando lo que llamamos precisión o realidad intenta fijar a las cosas en una forma determinada –o en un concepto”.
El nombre de Kafka permite comprender en qué sentido cabe referirse a Levrero como un autor místico. Tanto Kafka como Musil, cada uno a su modo, delimitan dos de los vectores (un tercero, entre otros posibles, podría ser J.D.Salinger, a quien Levrero cita al final de La novela luminosa) en que a una mentalidad laica del siglo XX le es dado aspirar a una experiencia mística. Ninguno de estos autores temió referirse abiertamente a ese Espíritu cuya búsqueda obsesiona a Levrero. Este se plantea la literatura como “el intento de comunicar una experiencia espiritual”, nada menos, entendiendo por ésta cualquiera en la que cabe advertir “la presencia del espíritu o, si lo preferís, de mi espíritu”. Y se apresura a puntualizar que el espíritu “es algo viviente inefable, algo que forma parte de las dimensiones de la realidad que caen habitualmente fuera de la percepción de los sentidos y aun de los estados habituales de conciencia”.
Conviene recordar esto último para comprender el vivo interés que Levrero sentía por los fenómenos llamados parapsicológicos, tales como la hipnosis y la telepatía. Un interés paralelo al que sentía por los sueños y todas las manifestaciones del inconsciente. De estos intereses manifiestos, y del tipo de práctica literaria a que dan lugar, deriva el que la escritura de Levrero haya sido encasillada frecuentemente dentro de la literatura fantástica (emparentándola con Felisberto Hernández y Julio Cortázar), que haya sido celebrado como un maestro de la ciencia ficción, o que se lo haya afiliado al surrealismo. Pero ya el propio Levrero, incómodo con estas etiquetas, se ocupó de precisar el alcance restringido y más bien equívoco que tienen en relación a su obra: “La crítica literaria –declaraba– parece dar por sentadas muchas cosas, entre ellas la existencia de un mundo exterior objetivo, y a partir de allí señala límites precisos a la realidad y al realismo, da por sentado que el mundo interior es irreal o fantástico, y trata de rotularlo todo de acuerdo con esos puntos de partida arbitrarios y pretenciosos”.
Lo cierto es que la literatura fantástica, como la ciencia ficción, se maneja con parámetros que encajan mal con la literatura de Levrero, quien ampara toda su obra bajo el manto del realismo. Un “realismo introspectivo”, según fórmula acuñada por Pablo Rocca, que en su momento le pareció a Levrero “sumamente adecuada”, en cuanto señala en dirección a esa dimensión “interior” de la experiencia hacia la que se orienta principalmente su imaginación.
Importa reparar aquí en que la realidad representada por Levrero puede resultar –él mismo lo admite– “cruel, pesadillesca, asfixiante”, pero nunca se presenta “deformada”: “Ese suele ser un recurso de la ciencia ficción. Yo no hablaría de ‘deformación de la realidad’ en mis textos, sino más bien de subjetivismo... Me hacés pensar en los zapatos que están en una vidriera y en los zapatos ‘deformados’ por el uso. ¿Les llamaría ‘deformados’ a los zapatos que usás? ¿Son más ‘reales’ los de la vidriera?”.
Quienes acudieron al taller de corrección que Levrero impartió durante años en paralelo a sus talleres literarios, o quienes se beneficiaron de su abnegación como lector atentísimo y muy escrupuloso de los textos que sometían a su consideración, recuerdan la severidad “prusiana” con que asumía esa tarea de corregir incansablemente. El caso es que en Levrero la actuación del inconsciente suele aparecer vigilada por el yo consciente, que no renuncia a restaurar, por medio de la escritura, lo que Levrero denomina una experiencia “completa”. Desde este punto de vista, el mismo Levrero propone eliminar, en relación con sus textos, la palabra azar (“que sólo es ignorancia de las determinantes”), y reclama que se maneje con pinzas “lo de automatismo asociativo”. Levrero admitía haberse entusiasmado con el surrealismo, pero si bien asumía haber incorporado a su práctica literaria algunos de sus recursos, no se consideraba especialmente deudor de él. Por lo que toca al psicoanálisis, forma parte –inevitablemente, podría añadirse– del bagaje cultural de Levrero, pero su influencia debe considerarse a través de la aversión que profesa a toda suerte de análisis asociado a la experiencia literaria, a las interpretaciones unilaterales, a la perspectiva crítica. Por lo mismo, Levrero se manifiesta muy capaz de emplear desinhibidamente categorías –la de alma, por ejemplo– que parecen avecinarlo al esoterismo más irritante y lenguaraz. Pero es en este punto en el que se hace forzoso recuperar la perspectiva “espiritual” a la que se ha hecho mención desde el comienzo. No sin antes advertir, eso sí, que la búsqueda del Espíritu, y de su salvación, aparece imbricada, en el conjunto entero de su obra, por algunos elementos que tienden a distraer su dirección más profunda.
Entre esos elementos se cuenta la actitud lúdica que transita por toda la obra de Levrero. Este se trasladó en 1985 de Montevideo a Buenos Aires para hacerse cargo de la jefatura de Redacción de una revista de crucigramas. Es sabida, por otro lado, su adicción a las computadoras y a la manipulación de toda suerte de programas informáticos y juegos de ingenio. La dedicación de Levrero a la literatura se perfiló en competencia con su afición a las tiras cómicas, a las historietas, al cine y, en general, a muchas de las manifestaciones de la cultura popular, comprendida la música. Mucho de todo esto se traslada a sus libros, en los que la “aventura interior” con la que nunca deja de andar metido este escritor es sometida a un impulso de evasión que parece actuar en sentido opuesto a la búsqueda de sí mismo, si bien lo hace, por así decirlo, en una misma dirección. Esa dirección es perpendicular a la espesa capa de lo cotidiano –de compromisos, de tareas, de “pequeñas estupideces sin sentido”– que malogran una y otra vez los propósitos que uno no deja de hacerse y lo condenan “a la eterna postergación de sí mismo”. El beneficio mayor de la escritura es atravesar esa capa. Así, antes de constituirse en camino de perfección (“el retorno a mí mismo”: tal es el programa de Levrero), o más bien a la vez que eso, la literatura cumple para Levrero una función auxiliadora, que brinda la oportunidad de sustraerse momentáneamente a la mugre que recubre la propia personalidad. En el marco de esta afición de Levrero a los géneros populares debe encuadrarse su adicción a las novelas policíacas, que proveen el patrón de muchos de sus relatos.
Y luego está ese otro elemento tan relevante en su obra, y que no sólo distrae sino que invita a dar por fingida su pretensión de espiritualidad: el humor. Con toda razón se habla frecuentemente de Levrero como de un humorista. Es sabido que bajo el nombre de Jorge Varlotta (segregado, como el nombre mismo de Mario Levrero, de los nombres y apellidos auténticos de Jorge Mario Varlotta Levrero) publicó Levrero una parodia de folletín titulada Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975), que siguió luego empleando como autor de tiras cómicas. Por aquel entonces (los años de la dictadura en Uruguay) el humor estaba mal considerado, y éste y otros seudónimos le sirvieron a Levrero para obrar en según qué campos con mayor libertad. Pese a esta esquizofrenia deliberada, en la obra misma de Levrero el humor nunca deja de estar presente. Y, como en lo relativo a erotismo que tan intensamente impregna también su literatura, hay que pensar aquí en una actitud de contenido “esencialmente espiritual”.
Levrero recordaba un célebre ensayo de Arthur Koesler en el que considera el humor como una peculiar forma de creatividad, asociada como tal a una búsqueda, y que conduce siempre a una suerte de imprevista revelación. Conviene enfocar bajo este punto de vista el papel determinante que el humor juega en Levrero. Nada mejor para ilustrarlo que el aspecto material que, cuando por fin decide manifestarse, adopta para él el Espíritu. Ese Espíritu que Levrero nunca dejó de perseguir y que de pronto –lo cuenta en el Diario de un canalla– desciende al patiecito trasero de la casa que ocupa en Buenos Aires, un 5 de diciembre de 1986.
Levrero lo descubre al mediodía, cuando descorre las cortinas de su dormitorio. Se encuentra entonces con una criatura parecida a un gorrión, “aunque de mayor tamaño y plumaje de color más confuso, y pico como de pato”. Se trata –lo certificará más tarde– de un pichón de paloma, caído allí por accidente, y Levrero no alberga duda de que es “una señal del Espíritu, una forma de aliento para este trabajo que tan penosamente he comenzado”. Pasado un par de días, el pichón aprende a volar y desaparece por sí solo del patio. Pero al poco tiempo Levrero descubre, anidado en una maceta del mismo patio, un polluelo de gorrión, a quien sus padres acuden a alimentar de vez en cuando. “¿Estoy loco?”, se pregunta. “Es probable. Pero toda esta agitación de pájaros a mi alrededor me hace sentir la presencia del Espíritu.”
“Pajarito” –tal es el nombre que pone a esta nueva señal del Espíritu– se hace objeto de los desvelos de Levrero, quien teme que muera de frío por las noches. Pero “Pajarito” sobrevive y, como era de esperar, también él, conforme crece, termina por emprender el vuelo y abandona a quien lo ha protegido con tanto cuidado. La atención que Levrero presta primero al pichón y luego a “Pajarito” trae el recuerdo de las fábulas de animales de Kafka, incluida la que tiene por protagonista a Odradek, en La preocupación del padre de familia. En muchas de estas fábulas, el enigma que el animal plantea al narrador parece sugerir la inminencia de una revelación, la manifestación de algo cuyo sentido termina siempre por escapársele.
Algo parecido ocurre con Levrero, ya se trate de pájaros, de una abeja, del perro Pongo (en El discurso vacío). El animal, en todos los casos, actúa como “señal” del Espíritu, aportando la dolorosa constatación de un orden primigenio en el que el ser “participa de algún modo secreto de la chispa divina que recorre infatigablemente el Universo y lo anima, lo sostiene, le presta realidad bajo su aspecto de cáscara vacía”.
Se lee en La novela luminosa: “¿A usted nunca le pasó, mirando un insecto, o una flor, o un árbol, que por un momento se le cambiara la estructura de valores, o las jerarquías? (...) Es como si mirara el universo desde el punto de vista de la avispa y lo encontrara más válido que desde mi propio punto de vista (...) Toda forma de vida se me hace, en ese momento, equivalente (...) lo inanimado deja de serlo y no hay lugar para una no-vida”. La genialidad de Levrero reside, a partir de Diario de un canalla, en aceptar y hacer verosímil que el Espíritu se le anuncie conforme a la más ortodoxa iconografía cristiana: en forma de pájaro.
“Algo sucede con los pájaros”, escribe Levrero en El discurso vacío. Ocurre, dice, “cada vez que me pongo a escribir”. En el discurso es Pongo, el perro, quien aparece con un pájaro en la boca, muerto. “Estas cosas son desconcertantes y me complican, sobre todo por su carga simbólica. Siento como si de pronto las circunstancias me situaran de lleno en un tema que trato de eludir, un tema para el cual no me siento todavía maduro.”
Ese tema es –ya lo sabe el lector– la salvación del alma propia. “¿Qué se ha hecho de mi alma? ¿Por dónde andará?”, clama Levrero. Lo hace desesperado por “la incapacidad de mi conciencia para hacerse cargo de ciertos contenidos inconscientes que pugnan por salir a la superficie”. La única vía que se le brinda para conseguirlo es la escritura. Una escritura cada vez más compulsiva, cada vez más desentendida de la necesidad de articularse, dado que por sí sola arrastra esos contenidos inconscientes, que sólo a posteriori se manifestarán como tales. La escritura, pues, se consagra como el espacio en que, a aquel que la ha perdido, le es posible recuperar su alma. O al menos sus trozos.
“Mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones”, se lee en El discurso vacío. De un modo cada vez más radical, la escritura de Levrero asume esta condición de red en la que atrapar su propia alma. Y de un modo cada vez más desolado, constata la imposibilidad de que con los trozos que va cobrando pueda reconstituirla. Esa imposibilidad va convirtiéndose en la cuerda que tensa la escritura de Levrero, su aparente informalidad. Y por debajo de los humorísticos aspavientos a que da lugar, desvela una naturaleza esencialmente trágica.
El pichón y la cría de gorrión por medio de los cuales el Espíritu se manifiesta en Diario de un canalla, son relevados, en El discurso vacío, por el pájaro muerto que el perro Pongo trae en la boca después de una de sus escapadas. Y en La novela luminosa se convierten en el cadáver de una paloma que Levrero mismo descubre un buen día al levantar la persiana de su dormitorio; un cadáver que observa obsesivamente día tras día. “La paloma muerta continúa paloma muerta. Quiero decir que conserva la forma de paloma. Chata y con el pelo blanco revuelto, no sé si ensangrentado, pero todavía con casi todas sus plumas y su forma. Me extraña esta permanencia.” La señal del Espíritu sería finalmente, entonces, esa paloma muerta. No hace falta sugerir los simbolismos de esta imagen. Pero sí importa subrayar el hecho de esa permanencia, que es la del Espíritu mismo, la de su huella, incluso ahí donde parece haber sido aniquilado.
En su gran libro póstumo, Levrero acepta de partida su incapacidad para retener por medio de la escritura las experiencias luminosas, esas epifanías del Espíritu. “Todo este libro –dice– es el testimonio de un gran fracaso.” Lo prodigioso es cómo Levrero trabaja desde su propio fracaso y, con los materiales de su derrota, construye el molde de esa imposible novela luminosa, sus contornos. Si la experiencia luminosa no es narrable, como finalmente admite, sí es posible, a cambio, narrar la oscuridad que la rodea, y la necesidad de la luz. La novela luminosa se convierte, así, en el negativo de una experiencia mística, en el vaciado de su huella, en el clamor de su inminencia. En el glorioso montón de plumas y excrementos que confirman que el Espíritu pasó por aquí, y que hay por lo tanto una esperanza de salvación.
Escribió Kafka: “La vida es una distracción permanente que ni siquiera permite tomar conciencia de aquello de lo cual distrae”. Toda la obra de Levrero puede ser tomada como un reiterado intento de escapar a esta maldición. La experiencia luminosa consistiría, simplemente, en cobrar conciencia, pese a todo. “En eso consiste el verdadero aprendizaje”, escribe Levrero. “No saber que se sabe, y de pronto saber.”
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